I
El mensaje de la verdadera música [0]
El propósito de estas sencillas lecciones va indicado en
su título: “Lecciones populares sobre música”. Así, pues, lo que habrá
de hallarse en ellas, no serán disertaciones eruditas sobre temas de
estética o de historia musical, sino exposiciones muy sencillas en lenguaje
llano e ilustradas con ejemplos musicales, sobre todo aquello que una
persona, aun siendo de mediano, entendimiento y de escasa cultura artística,
debe conocer acerca del divino arte de los sonidos, considerado en sus
múltiples aspectos y manifestaciones, desde las más simples hasta las
más puras y elevadas.
Es un error considerar que la música es un lenguaje que
sólo a algunos seres privilegiados les es dado entender. Se debe únicamente
a una educación deficiente e inarmónica del ser humano, el hecho de
que muchas personas no se sientan dispuestas a acoger con simpatía y
con espíritu comprensivo, toda aquella música que solemos considerar
como un poco más seria, más refinada o más compleja que la música corriente
de canciones o bailes de moda. Una educación mejor orientada debería
poner a todos, o a casi todos los hombres, en capacidad de saber emocionarse
y gozar ante muchas más cosas bellas y nobles de lo que ordinariamente
sucede.
La atrofia de la sensibilidad estética es uno de los perjuicios
más grandes que pueda acarrear la incompleta o deficiente educación
de la persona humana. El niño, espontáneamente, se muestra casi siempre
sensible a la belleza artística y sobre todo a la belleza de la música.
Por lo general, el niño, lejos de desarrollar esta sensibilidad, va
perdiéndola poco a poco a medida que crece y que aprende lo que le enseñan
en la escuela o en el medio frívolo y apático que lo rodea. Cuando llega
a ser hombre, no sospecha siquiera que dentro de él ha quedado sepultado,
quizás para siempre, todo un mundo de posibilidades, toda una vida sensitiva
que hubiera sido capaz de vibrar con los más puros deleites del espíritu.
Y comoquiera que a esa sensibilidad no se la puede ahogar, aquel hombre
buscará satisfacer la necesidad que experimenta de solazar su ánimo
con lo único que a él sinceramente llega a conmoverle: la música frívola
de los bailes de moda y de las canciones que populariza el cine o la
radio [1].
Para este hombre, la música toda se clasifica en dos grandes divisiones
o categorías: la que él no entiende ni está interesado en entender;
la música que tocan ciertos músicos muy especiales, esa que llaman música
clásica; y la que a él le gusta, le emociona y le interesa: las rumbas,
los tangos, los boleros y sones y todas las canciones que nos llegan
a través del cine desde la tierra azteca, o la cubana, o de la gran
capital argentina [2].
No se me diga que exagero: quienquiera que se tome la molestia
de indagar lo que a la mayoría de la gente le gusta y satisface, hallará
este profundo divorcio entre el verdadero arte y el pueblo (y conste
que no me refiero en particular al pueblo nuestro).
¿Habrá alguna manera de subsanar siquiera en parte esta
lamentable falla de nuestra educación general? ¿Será admisible que tanta
gente siga viviendo tan tristemente alejada de toda emoción musical,
no digamos grande y elevada, sino siquiera distinta de la única clase
de emoción tan baja y tan vulgar que la mayoría es capaz de experimentar?
Prácticamente no veo más que una solución eficaz: infundirle al niño,
con tesón y con método, tanto en la escuela como en el hogar, el amor
y el respeto al arte, al arte de calidad, al arte verdadero. Para ello
habría que empezar por transformar la mentalidad y la manera de sentir
de casi todos los maestros y pedagogos. Es decir, algo sumamente difícil
de lograr, a lo menos por ahora.
Otra solución, aunque infinitamente más modesta, pudiera
ser esta de instituir una serie de disertaciones educativas sobre música.
Lo que me preocupa es que no sé quiénes estarán dispuestos a seguir
estas disertaciones, porque nada ganaría yo con saber que un selecto
grupo de amigos de la música habrá de prestarles toda su atención. Este
sería el caso corriente del predicador que desde su púlpito se pone
a hablarle del pecado y de la maldad de los hombres justamente a ese
invariable núcleo de feligreses de su parroquia que menos necesita de
reprimendas y buenos consejos. Yo quisiera que mi público fuera todo
de herejes pero eso sí, de herejes que estuvieran dispuestos a convertirse,
si no en santos, a lo menos en pecadores menos recalcitrantes, en pecadores
de pecados veniales, fácilmente perdonables.
Pudiera ser, por ejemplo, que entre las personas que constituyen
mi amable público hubiera algunas que no estén fácilmente dispuestas
a admitir que se hable mal de ciertas músicas de moda. Estas personas
son de las que se deleitan oyendo música de esa clase y de las que,
cuando luego oyen algo que sea un poco menos actual o de calidad algo
superior como sería, por ejemplo, el vals El Danubio Azul, nos
dicen tranquilamente que esa es música clásica, que está pasada de moda,
y que no puede, por lo tanto, compararse con los cantos y los bailes
de hoy día. Pues bien, es a una oveja tan descarriada como esta a la
que yo quisiera llevar al redil; y son cien, mil, diez mil ovejas de
esta clase las que yo quisiera que constituyeran el núcleo fiel e invariable
de mi invisible público. Entre éste y yo, quisiera además que se llegara
a crear un sentimiento de confraternidad verdaderamente excepcional.
Esa misma buena voluntad que quiero poner para convertir a los herejes
de la música en seres espiritualmente más dichosos —porque tienen que
ser más dichosos todos aquellos que aprenden a encontrar dentro de sí
mismos una fuente más pura de alegría y de belleza—, esa misma buena
voluntad es la que pido de parte de quienes se dispongan a enterarse
de todo lo que voy a decirles de la música y de sus grandes y hermosos
tesoros de belleza. Tesoros ocultos para aquellos que no hagan siquiera
un mínimo esfuerzo por descubrirlos; tesoros radiantes a la disposición
de todo mortal que se acerque a ellos sin prejuicios y con plena confianza
de que sabrá aprovecharlos.
Ese esfuerzo que pido es verdaderamente mínimo: se reduce
a prestar un poco de atención a mis palabras y más que a mis palabras
a los abundantes ejemplos musicales con que me propongo ilustrarlas.
Repito que no diré nada, ni ofreceré ningún ejemplo que no pueda ser
entendido por un niño de diez años. Sólo que un niño de diez años casi
no tiene prejuicios y su mente es dúctil y apta para hacer toda clase
de buenas adquisiciones, en tanto que mi público de herejes estará compuesto
en su mayoría por gentes de gustos ya formados, aun siendo gente joven
y progresista. Porque se es joven y progresista para los deportes, la
manera de vestir, de peinarse, de andar y de bañarse en las piscinas
o en la playa, pero no para las cosas más sutiles del espíritu y la
cultura de nuestro ser interno. Este pavoroso desequilibrio es la gran
tragedia del siglo XX, que parece, sin embargo, estar bajo el signo
de la juventud y del progreso: progreso tan sólo en las cosas materiales;
juventud nada más que en la saludable apariencia de los cuerpos.
Para el restablecimiento de ese perdido equilibrio, la música
¡quién lo creyera!, es un inapreciable auxiliar, ya que ella por su
misma índole constituye algo así como un elemento expresivo, intermediario
entre lo alto y lo bajo, entre lo material y lo espiritual, entre Dios
y el mundo. "Por medio de la música —decían los viejos y sabios chinos—
todo lo bueno puede alcanzarse, puede conseguirse...", y los antiguos
griegos, que fueron seres de los más equilibrados que haya producido
civilización alguna, veían en el cultivo del arte musical la salvaguardia
de todas las virtudes ciudadanas. Un ser humano que permita que su ánimo
se sature periódicamente de todas las armoniosas vibraciones que le
aporta la música, no se dejará nunca arrastrar por insanas ni mezquinas
pasiones. Conocerá, entre otras cosas, eso tan raro y tan sublime que
se llama la alegría de vivir o la alegría pura y simple, esa alegría
que es una de las fuerzas más grandes de que pueda disfrutar el alma.
La alegría infinita, la libre y soberana alegría de un Beethoven, por
ejemplo, tan admirablemente expresada por éste en el movimiento final
de su Primera Sinfonía.
Ludwig van Beethoven, compositor alemán
(Bonn, 1770 - Viena, 1827)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
4º Movimiento "Finale: Adagio; Allegro molto e
vivace", de la Sinfonía Nº 1, en do mayor, opus 21, de Ludwig
van Beethoven.
¿Se requiere acaso un gran esfuerzo mental o una cultura
artística muy superior para sentir —pues no se pide sino eso: sentir—
la sana y comunicativa alegría que se desprende de esa inspirada pieza
musical? Cuando Beethoven, su autor, la compuso en 1800, era él un hombre
joven y alegre. Esa juvenil alegría fue pasando o, mejor dicho, fue
transformándose a medida que el hombre se iba cargando de años y de
desventuras, pero, como en un cuadro de hermosos colores, quedó grabada
en forma musical la dicha de vivir que experimentaba aquel gran genio
durante esos hermosos años de su juventud.
Es por ello por lo que decimos que el arte verdadero no
envejece, sino que es eternamente joven. Uno de los milagros más extraordinarios
de la música consiste precisamente en darnos la impresión de que la
vida, con todo su mundo de sentimientos, al ser expresada y comunicada
a los demás bajo forma de sonidos musicales, parece como si adquiriera
la facultad de renacer constante y periódicamente. Así, la alegría que
experimentó por un tiempo Beethoven, es evidente que no ha muerto ni
morirá mientras haya otros hombres capaces de entender el lenguaje universal
de la música.
No seria extraño que algunos o quizás muchos, poco acostumbrados
a oír música de esta clase, declararan sinceramente que no experimentan
ninguna emoción especial mientras escuchan ese trozo de la sinfonía
beethoveniana. Si a ninguno de esos oyentes le interesa dicha pieza
y sigue prefiriendo la alegría de una rumba o de un tango a la alegría
menos populachera, pero más universal y humana de una obra musical como
la que les he mencionado, tal falta de interés no es indicio de que
deban ellos de una vez para siempre, declararse insensibles a cualquier
otra música que no sea la de las rumbas y los tangos. Totalmente insensibles
puede que haya algunos, pero habrán de ser muy pocos. El venezolano,
por lo general, es receptivo, demuestra a menudo saber captar cualquier
manifestación de arte; lo que no tiene es el gusto musical educado.
Claro está que si ello es así, no será por culpa suya, sino de la educación
y de la formación moral que habrá recibido desde su infancia.
Por eso digo que entre nosotros todo aquel que desee aprender
a oír y a gustar la buena música lo conseguirá fácilmente si encuentra
en su camino quien le ayude a orientarse. Bien sabido es la afición
que siempre ha demostrado nuestro pueblo por la música. Sólo que la
música que a la mayoría de nuestros compatriotas le gusta, por ser evidentemente
la que mejor entiende, es la música popular, ya sea nuestra música criolla,
ya la de otros países vecinos, de gustos y sensibilidad parecidos a
los nuestros. Esta clase de música, sin embargo, a pesar de ser tan
comprensible y de haber alcanzado, por eso mismo, tanta popularidad,
no debiera representar, para todo hombre más o menos culto, sino uno
de los tantos aspectos que ofrece este arte multiforme. Es hora que
nuestro pueblo empiece a familiarizarse también, como sucede en países
de cultura más avanzada, con otras formas de música menos corrientes,
por lo menos entre nosotros; formas o estilos de música, los cuales,
mediante una progresiva educación del gusto, pueden llegar a ser tan
comprensibles y familiares para la mayoría del público, como lo son
las formas y estilos musicales que estamos habituados a escuchar diariamente.
Los esfuerzos tenaces que se vienen haciendo entre nosotros
para divulgar la buena música no han dado resultados efectivos. Nuestro
público sigue demostrando una indiferencia casi total ante cualquier
manifestación artística superior que se le ofrezca. Si se quiere tener
una prueba evidente de ello, basta contemplar la sala del Teatro Municipal
cada vez que se efectúa un concierto de la Orquesta Sinfónica Venezuela [3]. Estos conciertos,
patrocinados por la Gobernación del Distrito Federal, se llevan a efecto
una vez por mes. Son, además, gratuitos; de modo que todo el que quiera
asistir a ellos no tiene más que solicitar su billete en la taquilla.
Pues bien, lejos de llenarse el teatro, como sería lo natural y como
no dejaría de suceder seguramente en cualquier otra parte donde la buena
música fuera apreciada en lo que vale, gran cantidad de asientos de
nuestro Municipal permanecen vacíos, porque la gente prefiere, o quedarse
beatíficamente en su casa, o ir al cine a ver una película que muy bien
pudieran ver en otra ocasión. ¿Es que no gusta la clase de música que
ejecuta la Orquesta Sinfónica? ¿Es que la gente terne que se pueda fastidiar?
Pero, ¿cómo puede saber eso una persona que jamás se ha preocupado por
asistir a uno de tales conciertos? El número de estas personas que no
saben lo que es la Orquesta Sinfónica ni cómo es la música que ella
ejecuta es crecidísimo en Caracas. Basta decir que cuando en el Municipal
llegan a congregarse como máximo quinientas o seiscientas personas,
esta cifra representa apenas el tres o el cuatro por mil de la población
urbana [4]. Es decir, que de
cada mil personas que viven en Caracas y sus alrededores tan sólo hay
tres o cuatro, cuando más, que tienen interés en asistir a un concierto
de la Sinfónica Venezuela, un concierto gratuito por añadidura, como
he dicho.
Tamaña indiferencia por la buena música no admite otra explicación
sino esta: la mayor parte de la gente, por lo menos de la gente que
sabe que existe en Caracas una agrupación de música denominada Orquesta
Sinfónica Venezuela, no siente el menor deseo de escuchar buena música,
bien sea porque ignora lo que es esta música, bien porque la juzga de
antemano incomprensible, o demasiado elevada, o sencillamente fastidiosa,
sin más ni más. Contra esta ignorancia o contra estos prejuicios es
contra lo que necesitamos luchar incesantemente hasta acabar con ellos.
Desearíamos que nuestro pueblo llegara siquiera a convencerse de que
un poco de cultura artística no puede menos que contribuir a ennoblecerlo,
a levantarlo espiritualmente, a hacerlo, en una palabra, más feliz,
más dichoso en la vida.
La alegría íntima que proporciona a los hombres la música
no tiene precio. ¿Por qué, entonces, despreciar tan tontamente esta
inagotable fuente de puras y sanas emociones?
A los estudiantes, a los colegiales, a toda esa entusiasta
juventud nuestra quisiera decirles muy especialmente que no descuiden
la educación de su sensibilidad. El valor del hombre no se mide sólo
por su capacidad de saber sino también por su capacidad de sentir. Por
eso la cultura artística ha de representar siempre en todo hombre espiritualmente
íntegro, como el contrapeso de la instrucción, de la cultura puramente
intelectual. Una de las pruebas más hermosas de progreso efectivo que
podría dar nuestra juventud actual, tan entusiasta y laboriosa como
se está revelando, sería, pues, verla sinceramente interesada en seguir
y apoyar toda manifestación de arte, pública o privada, que se interpusiese
en su camino. ¿No aceptan todos el culto del deporte como un factor
necesario de estímulo y de desarrollo físico? Asimismo, deberían todos
aceptar el cultivo de la sensibilidad estética como un factor educacional
igualmente indispensable.
Por otra parte, la cultura del hombre medio sigue siendo
por lo general muy incompleta, ya que sólo se atiende al desarrollo
de las facultades intelectuales, mediante la acumulación de numerosos
conocimientos, las más de las veces de índole teórica. La otra faz de
la cultura, la que contempla el desarrollo de la sensibilidad en el
hombre, casi no se toma en cuenta en nuestra moderna educación. Se nota
ya en todas partes, por fortuna, una tendencia a reaccionar contra ese
estado de cosas. No es convirtiendo el cerebro en un almacén de conocimientos
como se logra la educación integral de la persona. Un viejo filósofo
francés, Montaigne, decía: “Prefiero forjar mi alma antes que amueblarla”.
Pues bien, para forjar el alma, lo primero que hay que hacer es educar
la sensibilidad, refinarla, ponerla en capacidad de vibrar, de conmoverse
ante cualquier manifestación espiritual de índole superior, como es
el arte entre otras muchas. El hombre que no sea capaz de sentir esta
clase de emociones, será siempre un ser incompleto por mucha instrucción
que posea, por muy bien amueblado que esté su cerebro.
Estos ejemplos musicales comentados tienen principalmente
por objeto, llenar, hasta donde sea posible, ese lamentable vacío que
deja en la mayoría de las personas la deficiente educación artística
que suele recibirse en las escuelas. Nuestros maestros, en efecto, muy
poco se han preocupado en enseñarnos, desde la infancia, a gustar y
a apreciar el arte. Afortunadamente, en nuestros actuales programas
de educación, se ha empezado a concederle alguna importancia a este
aspecto de la cultura integral del hombre. Sigamos, pues, progresando
en este sentido: es lo mejor que podemos hacer en beneficio de la patria
futura.
No pretendo, por otra parte, desarraigar del todo el hábito
de oír músicas baratas, insignificantes, como las que saturan el ambiente
de hoy. Esto no se logrará nunca completamente aquí ni en ninguna parte.
Lo que desearía es, cuando menos, llegar a crear en esa gran mayoría
de personas a quienes especialmente me dirijo, algo así como una pequeña
necesidad, un vago anhelo interior de acercarse confiadamente a la auténtica
belleza musical, la cual no ha sido creada para unos cuantos seres privilegiados,
sino para todos sin excepción. Esto es lo esencial para comenzar: que
un grupo de personas que hasta ahora habían permanecido en un ambiente
indigente y frívolo en materia artística, se dé cuenta de que puede,
de vez en cuando, salir, evadirse de ese ambiente porque está en capacidad
de hacerlo y tiene derecho a ello. Que ese grupo vaya aumentando diariamente
y veremos cómo, a la vuelta de algunos años, el concepto mismo de la
vida será algo distinto, será más noble o más risueño en una multitud
de personas que por mucho tiempo vivieron acostumbradas a la rutina
y a la indiferencia, hijas de un medio anímico que nunca supo brindarles
más que baratijas de la peor especie.
Yo cuento, pues, con que algunos, quizás muy pocos al principio,
tomarán la resolución de emprender conmigo esta bonita aventura que
les invito a realizar, cuya suprema finalidad es el descubrimiento de
un mundo nuevo: el mundo tan cercano y a la vez tan remoto de la música,
de lo que en verdad merece llamarse música. Quienes ya están familiarizados
con ese mundo, hallarán poco que aprender en estas lecciones. Como decía,
no es a estos convencidos a quienes hay que predicarles; son los profanos
arraigados quienes deben aprender a no entusiasmarse tan tonta e inconscientemente
oyendo música cursi y a volver una que otra vez más inclinados hacia
las inspiradas obras, creadas por aquellos que dignamente merecen el
honroso nombre de músicos.
Estas lecciones seguirán el plan didáctico por excelencia,
aplicable al estudio de cualquier materia: ir de lo simple a lo complejo.
Así, en la próxima lección comenzaré a hablar de la canción, que es
la forma musical más primitiva y sencilla que pueda darse. La canción
tiene mucho de qué hablar: esa será la primera tierra incógnita que
exploraré. ¿Saben todos los que me leen —me refiero, por supuesto, a
los herejes—, lo que es capaz de encerrar la canción, desde la más humilde
hasta la más alta y hermosa canción de los genios? Si no lo saben, pues
bien, lo aprenderán. Lo aprenderán poco a poco y prácticamente, oyendo
muchas canciones de todas partes y de todos los tiempos.
Los que consideran que estas cosas ofrecen algún interés
y que vale la pena conocerlas, no tienen más que prestar un poco de
atención a los ejemplos musicales —esto es lo esencial—, y también,
si les parece, a mis modestos comentarios, que trataré de hacer livianos
y digeribles hasta donde me sea posible. Y que se corra la voz para
que el grupo de interesados sea cada vez mayor. Esto va con todos, ya
que no me dirijo a fulano ni a perencejo [5], grandes amigos
de la música, sino al pueblo de Venezuela, a ese pueblo hoy más que
nunca ávido de transformación espiritual y de engrandecimiento en todos
sentidos. Que la música, mejor dicho, que la belleza del arte musical
sea para todos cuando menos un refugio en horas de desaliento y desesperanza.
Que sea ella una compañera segura en nuestra vida, una compañera que
nadie pueda jamás arrebatarnos ni prostituir. Que sea para nosotros
un mundo cerrado, en cuyo espléndido interior podamos vivir todos holgadamente
y a la vez un lazo social tan sólido y respetable como el mismo sagrado
amor a la Patria que a todos nos une. Eso es lo que ha sido siempre,
en todas partes, la verdadera música y eso mismo es preciso que lo sea
para nosotros.
Como conclusión de esta lección inaugural, y a fin de dejar
un sentimiento de armonía y de paz en el ánimo de quienes han tenido
la gentileza de seguirme, sugiero oír uno de los mensajes de amor más
sublime que han dispuesto enviarnos a los hombres los dioses tutelares
de la música: el grandioso coro final de la Pasión según San Mateo,
de Juan Sebastián Bach.

Johann Sebastian Bach, compositor alemán
(Eisenach, 1685 - Leipzig, 1750)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
Coro final de la Pasión según San Mateo, BWV
244, de Johann Sebastian Bach.
Notas
del Editor
Las fuentes de las diferentes citas que aparecen en este
trabajo no están indicadas en los originales.
0.- Algunos párrafos de esta primera lección radial fueron
publicado cuatro años después en un artítulo titulado La música y el
hombre, que apareció en El Nacional, el 22 de agosto de 1943. Como existen
diferencias entre el texto publicado en El lenguaje de la música y el
artítulo La música y el hombre, hemos considerado de interés presentar
en la sección de Ensayos y otros escritos (aquí) una copia digitalizada
del artículo de prensa para efectos comparativos. Al no disponer de
la versión original de este trabajo, es difícil saber cual de los dos
textos es el más ajustado al leido originalmente por Plaza. [Regresar]
1.- Este
planteamiento de Plaza tiene tanta vigencia en la actualidad como en
el momento en que fue escrito, 1939. Plaza hace mención del cine y la
radio ya que eran los únicos dos medios de comunicación que para la
época utilizaban el recurso del sonidos y por lo tanto de la música.
En la actualidad a estos medios se han agregado otros como la televisión
libre o por cable, así como Internet. A todo esto hay que mencionar
también los efectos directo de la fuerte sociedad de consumo en la que
vivimos. [Regresar]
2.- Plaza
hace mención de los géneros populares y sus países de origen que para
la época, 1939, ejercían su influencia en Caracas. En la actualidad
el planteamiento de fondo sigue teniendo la misma vigencia, aunque los
géneros y los países de origen han variado. A manera de ejemplo se podría
mencionar el rock, la salsa, el merengue, el vallenato, el jazz, etc. [Regresar]
3.- Plaza
describe la realidad de la época, 1939. Para ese entonces, la Orquesta
Sinfónica Venezuela era la única agrupación de ese género que existía
en Carcas. Desde su creación, en 1930, ofrecía solo de tres a seis conciertos
por año (no uno por mes como afirma Plaza más adelante). Solo a partir
de 1945 la orquesta empezó a ofrecer más de diez conciertos anuales. [Regresar]
4.- Plaza
realiza un calculo aproximado en función de la población de Caracas
hacia 1939. [Regresar]
5.- Voz
que al igual que "fulano" designa a personas cuyo nombre se ignora o
se calla. [Regresar]
Al utilizar parte de este material se agradece citar la
siguiente fuente:
Plaza, Juan Bautista: Escritos Completos.
Compilador y editor Felipe Sangiorgi. CDROM. Fundación Juan Bautista
Plaza, Caracas, 2004 |