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El Lenguaje de la Música
(Lecciones populares sobre música)

Juan Bautista Plaza

I
El mensaje de la verdadera música
[0]

El propósito de estas sencillas lecciones va indicado en su título: “Lecciones populares sobre música”. Así, pues, lo que habrá de hallarse en ellas, no serán disertaciones eruditas sobre temas de estética o de historia musical, sino exposiciones muy sencillas en lenguaje llano e ilustradas con ejemplos musicales, sobre todo aquello que una persona, aun siendo de mediano, entendimiento y de escasa cultura artística, debe conocer acerca del divino arte de los sonidos, considerado en sus múltiples aspectos y manifestaciones, desde las más simples hasta las más puras y elevadas.

Es un error considerar que la música es un lenguaje que sólo a algunos seres privilegiados les es dado entender. Se debe únicamente a una educación deficiente e inarmónica del ser humano, el hecho de que muchas personas no se sientan dispuestas a acoger con simpatía y con espíritu comprensivo, toda aquella música que solemos considerar como un poco más seria, más refinada o más compleja que la música corriente de canciones o bailes de moda. Una educación mejor orientada debería poner a todos, o a casi todos los hombres, en capacidad de saber emocionarse y gozar ante muchas más cosas bellas y nobles de lo que ordinariamente sucede.

La atrofia de la sensibilidad estética es uno de los perjuicios más grandes que pueda acarrear la incompleta o deficiente educación de la persona humana. El niño, espontáneamente, se muestra casi siempre sensible a la belleza artística y sobre todo a la belleza de la música. Por lo general, el niño, lejos de desarrollar esta sensibilidad, va perdiéndola poco a poco a medida que crece y que aprende lo que le enseñan en la escuela o en el medio frívolo y apático que lo rodea. Cuando llega a ser hombre, no sospecha siquiera que dentro de él ha quedado sepultado, quizás para siempre, todo un mundo de posibilidades, toda una vida sensitiva que hubiera sido capaz de vibrar con los más puros deleites del espíritu. Y comoquiera que a esa sensibilidad no se la puede ahogar, aquel hombre buscará satisfacer la necesidad que experimenta de solazar su ánimo con lo único que a él sinceramente llega a conmoverle: la música frívola de los bailes de moda y de las canciones que populariza el cine o la radio [1]. Para este hombre, la música toda se clasifica en dos grandes divisiones o categorías: la que él no entiende ni está interesado en entender; la música que tocan ciertos músicos muy especiales, esa que llaman música clásica; y la que a él le gusta, le emociona y le interesa: las rumbas, los tangos, los boleros y sones y todas las canciones que nos llegan a través del cine desde la tierra azteca, o la cubana, o de la gran capital argentina [2].

No se me diga que exagero: quienquiera que se tome la molestia de indagar lo que a la mayoría de la gente le gusta y satisface, hallará este profundo divorcio entre el verdadero arte y el pueblo (y conste que no me refiero en particular al pueblo nuestro).

¿Habrá alguna manera de subsanar siquiera en parte esta lamentable falla de nuestra educación general? ¿Será admisible que tanta gente siga viviendo tan tristemente alejada de toda emoción musical, no digamos grande y elevada, sino siquiera distinta de la única clase de emoción tan baja y tan vulgar que la mayoría es capaz de experimentar? Prácticamente no veo más que una solución eficaz: infundirle al niño, con tesón y con método, tanto en la escuela como en el hogar, el amor y el respeto al arte, al arte de calidad, al arte verdadero. Para ello habría que empezar por transformar la mentalidad y la manera de sentir de casi todos los maestros y pedagogos. Es decir, algo sumamente difícil de lograr, a lo menos por ahora.

Otra solución, aunque infinitamente más modesta, pudiera ser esta de instituir una serie de disertaciones educativas sobre música. Lo que me preocupa es que no sé quiénes estarán dispuestos a seguir estas disertaciones, porque nada ganaría yo con saber que un selecto grupo de amigos de la música habrá de prestarles toda su atención. Este sería el caso corriente del predicador que desde su púlpito se pone a hablarle del pecado y de la maldad de los hombres justamente a ese invariable núcleo de feligreses de su parroquia que menos necesita de reprimendas y buenos consejos. Yo quisiera que mi público fuera todo de herejes pero eso sí, de herejes que estuvieran dispuestos a convertirse, si no en santos, a lo menos en pecadores menos recalcitrantes, en pecadores de pecados veniales, fácilmente perdonables.

Pudiera ser, por ejemplo, que entre las personas que constituyen mi amable público hubiera algunas que no estén fácilmente dispuestas a admitir que se hable mal de ciertas músicas de moda. Estas personas son de las que se deleitan oyendo música de esa clase y de las que, cuando luego oyen algo que sea un poco menos actual o de calidad algo superior como sería, por ejemplo, el vals El Danubio Azul, nos dicen tranquilamente que esa es música clásica, que está pasada de moda, y que no puede, por lo tanto, compararse con los cantos y los bailes de hoy día. Pues bien, es a una oveja tan descarriada como esta a la que yo quisiera llevar al redil; y son cien, mil, diez mil ovejas de esta clase las que yo quisiera que constituyeran el núcleo fiel e invariable de mi invisible público. Entre éste y yo, quisiera además que se llegara a crear un sentimiento de confraternidad verdaderamente excepcional. Esa misma buena voluntad que quiero poner para convertir a los herejes de la música en seres espiritualmente más dichosos —porque tienen que ser más dichosos todos aquellos que aprenden a encontrar dentro de sí mismos una fuente más pura de alegría y de belleza—, esa misma buena voluntad es la que pido de parte de quienes se dispongan a enterarse de todo lo que voy a decirles de la música y de sus grandes y hermosos tesoros de belleza. Tesoros ocultos para aquellos que no hagan siquiera un mínimo esfuerzo por descubrirlos; tesoros radiantes a la disposición de todo mortal que se acerque a ellos sin prejuicios y con plena confianza de que sabrá aprovecharlos.

Ese esfuerzo que pido es verdaderamente mínimo: se reduce a prestar un poco de atención a mis palabras y más que a mis palabras a los abundantes ejemplos musicales con que me propongo ilustrarlas. Repito que no diré nada, ni ofreceré ningún ejemplo que no pueda ser entendido por un niño de diez años. Sólo que un niño de diez años casi no tiene prejuicios y su mente es dúctil y apta para hacer toda clase de buenas adquisiciones, en tanto que mi público de herejes estará compuesto en su mayoría por gentes de gustos ya formados, aun siendo gente joven y progresista. Porque se es joven y progresista para los deportes, la manera de vestir, de peinarse, de andar y de bañarse en las piscinas o en la playa, pero no para las cosas más sutiles del espíritu y la cultura de nuestro ser interno. Este pavoroso desequilibrio es la gran tragedia del siglo XX, que parece, sin embargo, estar bajo el signo de la juventud y del progreso: progreso tan sólo en las cosas materiales; juventud nada más que en la saludable apariencia de los cuerpos.

Para el restablecimiento de ese perdido equilibrio, la música ¡quién lo creyera!, es un inapreciable auxiliar, ya que ella por su misma índole constituye algo así como un elemento expresivo, intermediario entre lo alto y lo bajo, entre lo material y lo espiritual, entre Dios y el mundo. "Por medio de la música —decían los viejos y sabios chinos— todo lo bueno puede alcanzarse, puede conseguirse...", y los antiguos griegos, que fueron seres de los más equilibrados que haya producido civilización alguna, veían en el cultivo del arte musical la salvaguardia de todas las virtudes ciudadanas. Un ser humano que permita que su ánimo se sature periódicamente de todas las armoniosas vibraciones que le aporta la música, no se dejará nunca arrastrar por insanas ni mezquinas pasiones. Conocerá, entre otras cosas, eso tan raro y tan sublime que se llama la alegría de vivir o la alegría pura y simple, esa alegría que es una de las fuerzas más grandes de que pueda disfrutar el alma. La alegría infinita, la libre y soberana alegría de un Beethoven, por ejemplo, tan admirablemente expresada por éste en el movimiento final de su Primera Sinfonía.


Ludwig van Beethoven, compositor alemán
(Bonn, 1770 - Viena, 1827)

Ejemplo musical:
(audio disponible solo en la versión en CDROM)
4º Movimiento "Finale: Adagio; Allegro molto e vivace", de la Sinfonía Nº 1, en do mayor, opus 21, de Ludwig van Beethoven.

¿Se requiere acaso un gran esfuerzo mental o una cultura artística muy superior para sentir —pues no se pide sino eso: sentir— la sana y comunicativa alegría que se desprende de esa inspirada pieza musical? Cuando Beethoven, su autor, la compuso en 1800, era él un hombre joven y alegre. Esa juvenil alegría fue pasando o, mejor dicho, fue transformándose a medida que el hombre se iba cargando de años y de desventuras, pero, como en un cuadro de hermosos colores, quedó grabada en forma musical la dicha de vivir que experimentaba aquel gran genio durante esos hermosos años de su juventud.

Es por ello por lo que decimos que el arte verdadero no envejece, sino que es eternamente joven. Uno de los milagros más extraordinarios de la música consiste precisamente en darnos la impresión de que la vida, con todo su mundo de sentimientos, al ser expresada y comunicada a los demás bajo forma de sonidos musicales, parece como si adquiriera la facultad de renacer constante y periódicamente. Así, la alegría que experimentó por un tiempo Beethoven, es evidente que no ha muerto ni morirá mientras haya otros hombres capaces de entender el lenguaje universal de la música.

No seria extraño que algunos o quizás muchos, poco acostumbrados a oír música de esta clase, declararan sinceramente que no experimentan ninguna emoción especial mientras escuchan ese trozo de la sinfonía beethoveniana. Si a ninguno de esos oyentes le interesa dicha pieza y sigue prefiriendo la alegría de una rumba o de un tango a la alegría menos populachera, pero más universal y humana de una obra musical como la que les he mencionado, tal falta de interés no es indicio de que deban ellos de una vez para siempre, declararse insensibles a cualquier otra música que no sea la de las rumbas y los tangos. Totalmente insensibles puede que haya algunos, pero habrán de ser muy pocos. El venezolano, por lo general, es receptivo, demuestra a menudo saber captar cualquier manifestación de arte; lo que no tiene es el gusto musical educado. Claro está que si ello es así, no será por culpa suya, sino de la educación y de la formación moral que habrá recibido desde su infancia.

Por eso digo que entre nosotros todo aquel que desee aprender a oír y a gustar la buena música lo conseguirá fácilmente si encuentra en su camino quien le ayude a orientarse. Bien sabido es la afición que siempre ha demostrado nuestro pueblo por la música. Sólo que la música que a la mayoría de nuestros compatriotas le gusta, por ser evidentemente la que mejor entiende, es la música popular, ya sea nuestra música criolla, ya la de otros países vecinos, de gustos y sensibilidad parecidos a los nuestros. Esta clase de música, sin embargo, a pesar de ser tan comprensible y de haber alcanzado, por eso mismo, tanta popularidad, no debiera representar, para todo hombre más o menos culto, sino uno de los tantos aspectos que ofrece este arte multiforme. Es hora que nuestro pueblo empiece a familiarizarse también, como sucede en países de cultura más avanzada, con otras formas de música menos corrientes, por lo menos entre nosotros; formas o estilos de música, los cuales, mediante una progresiva educación del gusto, pueden llegar a ser tan comprensibles y familiares para la mayoría del público, como lo son las formas y estilos musicales que estamos habituados a escuchar diariamente.

Los esfuerzos tenaces que se vienen haciendo entre nosotros para divulgar la buena música no han dado resultados efectivos. Nuestro público sigue demostrando una indiferencia casi total ante cualquier manifestación artística superior que se le ofrezca. Si se quiere tener una prueba evidente de ello, basta contemplar la sala del Teatro Municipal cada vez que se efectúa un concierto de la Orquesta Sinfónica Venezuela [3]. Estos conciertos, patrocinados por la Gobernación del Distrito Federal, se llevan a efecto una vez por mes. Son, además, gratuitos; de modo que todo el que quiera asistir a ellos no tiene más que solicitar su billete en la taquilla. Pues bien, lejos de llenarse el teatro, como sería lo natural y como no dejaría de suceder seguramente en cualquier otra parte donde la buena música fuera apreciada en lo que vale, gran cantidad de asientos de nuestro Municipal permanecen vacíos, porque la gente prefiere, o quedarse beatíficamente en su casa, o ir al cine a ver una película que muy bien pudieran ver en otra ocasión. ¿Es que no gusta la clase de música que ejecuta la Orquesta Sinfónica? ¿Es que la gente terne que se pueda fastidiar? Pero, ¿cómo puede saber eso una persona que jamás se ha preocupado por asistir a uno de tales conciertos? El número de estas personas que no saben lo que es la Orquesta Sinfónica ni cómo es la música que ella ejecuta es crecidísimo en Caracas. Basta decir que cuando en el Municipal llegan a congregarse como máximo quinientas o seiscientas personas, esta cifra representa apenas el tres o el cuatro por mil de la población urbana [4]. Es decir, que de cada mil personas que viven en Caracas y sus alrededores tan sólo hay tres o cuatro, cuando más, que tienen interés en asistir a un concierto de la Sinfónica Venezuela, un concierto gratuito por añadidura, como he dicho.

Tamaña indiferencia por la buena música no admite otra explicación sino esta: la mayor parte de la gente, por lo menos de la gente que sabe que existe en Caracas una agrupación de música denominada Orquesta Sinfónica Venezuela, no siente el menor deseo de escuchar buena música, bien sea porque ignora lo que es esta música, bien porque la juzga de antemano incomprensible, o demasiado elevada, o sencillamente fastidiosa, sin más ni más. Contra esta ignorancia o contra estos prejuicios es contra lo que necesitamos luchar incesantemente hasta acabar con ellos. Desearíamos que nuestro pueblo llegara siquiera a convencerse de que un poco de cultura artística no puede menos que contribuir a ennoblecerlo, a levantarlo espiritualmente, a hacerlo, en una palabra, más feliz, más dichoso en la vida.

La alegría íntima que proporciona a los hombres la música no tiene precio. ¿Por qué, entonces, despreciar tan tontamente esta inagotable fuente de puras y sanas emociones?

A los estudiantes, a los colegiales, a toda esa entusiasta juventud nuestra quisiera decirles muy especialmente que no descuiden la educación de su sensibilidad. El valor del hombre no se mide sólo por su capacidad de saber sino también por su capacidad de sentir. Por eso la cultura artística ha de representar siempre en todo hombre espiritualmente íntegro, como el contrapeso de la instrucción, de la cultura puramente intelectual. Una de las pruebas más hermosas de progreso efectivo que podría dar nuestra juventud actual, tan entusiasta y laboriosa como se está revelando, sería, pues, verla sinceramente interesada en seguir y apoyar toda manifestación de arte, pública o privada, que se interpusiese en su camino. ¿No aceptan todos el culto del deporte como un factor necesario de estímulo y de desarrollo físico? Asimismo, deberían todos aceptar el cultivo de la sensibilidad estética como un factor educacional igualmente indispensable.

Por otra parte, la cultura del hombre medio sigue siendo por lo general muy incompleta, ya que sólo se atiende al desarrollo de las facultades intelectuales, mediante la acumulación de numerosos conocimientos, las más de las veces de índole teórica. La otra faz de la cultura, la que contempla el desarrollo de la sensibilidad en el hombre, casi no se toma en cuenta en nuestra moderna educación. Se nota ya en todas partes, por fortuna, una tendencia a reaccionar contra ese estado de cosas. No es convirtiendo el cerebro en un almacén de conocimientos como se logra la educación integral de la persona. Un viejo filósofo francés, Montaigne, decía: “Prefiero forjar mi alma antes que amueblarla”. Pues bien, para forjar el alma, lo primero que hay que hacer es educar la sensibilidad, refinarla, ponerla en capacidad de vibrar, de conmoverse ante cualquier manifestación espiritual de índole superior, como es el arte entre otras muchas. El hombre que no sea capaz de sentir esta clase de emociones, será siempre un ser incompleto por mucha instrucción que posea, por muy bien amueblado que esté su cerebro.

Estos ejemplos musicales comentados tienen principalmente por objeto, llenar, hasta donde sea posible, ese lamentable vacío que deja en la mayoría de las personas la deficiente educación artística que suele recibirse en las escuelas. Nuestros maestros, en efecto, muy poco se han preocupado en enseñarnos, desde la infancia, a gustar y a apreciar el arte. Afortunadamente, en nuestros actuales programas de educación, se ha empezado a concederle alguna importancia a este aspecto de la cultura integral del hombre. Sigamos, pues, progresando en este sentido: es lo mejor que podemos hacer en beneficio de la patria futura.

No pretendo, por otra parte, desarraigar del todo el hábito de oír músicas baratas, insignificantes, como las que saturan el ambiente de hoy. Esto no se logrará nunca completamente aquí ni en ninguna parte. Lo que desearía es, cuando menos, llegar a crear en esa gran mayoría de personas a quienes especialmente me dirijo, algo así como una pequeña necesidad, un vago anhelo interior de acercarse confiadamente a la auténtica belleza musical, la cual no ha sido creada para unos cuantos seres privilegiados, sino para todos sin excepción. Esto es lo esencial para comenzar: que un grupo de personas que hasta ahora habían permanecido en un ambiente indigente y frívolo en materia artística, se dé cuenta de que puede, de vez en cuando, salir, evadirse de ese ambiente porque está en capacidad de hacerlo y tiene derecho a ello. Que ese grupo vaya aumentando diariamente y veremos cómo, a la vuelta de algunos años, el concepto mismo de la vida será algo distinto, será más noble o más risueño en una multitud de personas que por mucho tiempo vivieron acostumbradas a la rutina y a la indiferencia, hijas de un medio anímico que nunca supo brindarles más que baratijas de la peor especie.

Yo cuento, pues, con que algunos, quizás muy pocos al principio, tomarán la resolución de emprender conmigo esta bonita aventura que les invito a realizar, cuya suprema finalidad es el descubrimiento de un mundo nuevo: el mundo tan cercano y a la vez tan remoto de la música, de lo que en verdad merece llamarse música. Quienes ya están familiarizados con ese mundo, hallarán poco que aprender en estas lecciones. Como decía, no es a estos convencidos a quienes hay que predicarles; son los profanos arraigados quienes deben aprender a no entusiasmarse tan tonta e inconscientemente oyendo música cursi y a volver una que otra vez más inclinados hacia las inspiradas obras, creadas por aquellos que dignamente merecen el honroso nombre de músicos.

Estas lecciones seguirán el plan didáctico por excelencia, aplicable al estudio de cualquier materia: ir de lo simple a lo complejo. Así, en la próxima lección comenzaré a hablar de la canción, que es la forma musical más primitiva y sencilla que pueda darse. La canción tiene mucho de qué hablar: esa será la primera tierra incógnita que exploraré. ¿Saben todos los que me leen —me refiero, por supuesto, a los herejes—, lo que es capaz de encerrar la canción, desde la más humilde hasta la más alta y hermosa canción de los genios? Si no lo saben, pues bien, lo aprenderán. Lo aprenderán poco a poco y prácticamente, oyendo muchas canciones de todas partes y de todos los tiempos.

Los que consideran que estas cosas ofrecen algún interés y que vale la pena conocerlas, no tienen más que prestar un poco de atención a los ejemplos musicales —esto es lo esencial—, y también, si les parece, a mis modestos comentarios, que trataré de hacer livianos y digeribles hasta donde me sea posible. Y que se corra la voz para que el grupo de interesados sea cada vez mayor. Esto va con todos, ya que no me dirijo a fulano ni a perencejo [5], grandes amigos de la música, sino al pueblo de Venezuela, a ese pueblo hoy más que nunca ávido de transformación espiritual y de engrandecimiento en todos sentidos. Que la música, mejor dicho, que la belleza del arte musical sea para todos cuando menos un refugio en horas de desaliento y desesperanza. Que sea ella una compañera segura en nuestra vida, una compañera que nadie pueda jamás arrebatarnos ni prostituir. Que sea para nosotros un mundo cerrado, en cuyo espléndido interior podamos vivir todos holgadamente y a la vez un lazo social tan sólido y respetable como el mismo sagrado amor a la Patria que a todos nos une. Eso es lo que ha sido siempre, en todas partes, la verdadera música y eso mismo es preciso que lo sea para nosotros.

Como conclusión de esta lección inaugural, y a fin de dejar un sentimiento de armonía y de paz en el ánimo de quienes han tenido la gentileza de seguirme, sugiero oír uno de los mensajes de amor más sublime que han dispuesto enviarnos a los hombres los dioses tutelares de la música: el grandioso coro final de la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach.


Johann Sebastian Bach, compositor alemán
(Eisenach, 1685 - Leipzig, 1750)

Ejemplo musical:
(audio disponible solo en la versión en CDROM)
Coro final de la Pasión según San Mateo, BWV 244, de Johann Sebastian Bach.

 

Notas del Editor

Las fuentes de las diferentes citas que aparecen en este trabajo no están indicadas en los originales.

0.- Algunos párrafos de esta primera lección radial fueron publicado cuatro años después en un artítulo titulado La música y el hombre, que apareció en El Nacional, el 22 de agosto de 1943. Como existen diferencias entre el texto publicado en El lenguaje de la música y el artítulo La música y el hombre, hemos considerado de interés presentar en la sección de Ensayos y otros escritos (aquí) una copia digitalizada del artículo de prensa para efectos comparativos. Al no disponer de la versión original de este trabajo, es difícil saber cual de los dos textos es el más ajustado al leido originalmente por Plaza. [Regresar]

1.- Este planteamiento de Plaza tiene tanta vigencia en la actualidad como en el momento en que fue escrito, 1939. Plaza hace mención del cine y la radio ya que eran los únicos dos medios de comunicación que para la época utilizaban el recurso del sonidos y por lo tanto de la música. En la actualidad a estos medios se han agregado otros como la televisión libre o por cable, así como Internet. A todo esto hay que mencionar también los efectos directo de la fuerte sociedad de consumo en la que vivimos. [Regresar]

2.- Plaza hace mención de los géneros populares y sus países de origen que para la época, 1939, ejercían su influencia en Caracas. En la actualidad el planteamiento de fondo sigue teniendo la misma vigencia, aunque los géneros y los países de origen han variado. A manera de ejemplo se podría mencionar el rock, la salsa, el merengue, el vallenato, el jazz, etc. [Regresar]

3.- Plaza describe la realidad de la época, 1939. Para ese entonces, la Orquesta Sinfónica Venezuela era la única agrupación de ese género que existía en Carcas. Desde su creación, en 1930, ofrecía solo de tres a seis conciertos por año (no uno por mes como afirma Plaza más adelante). Solo a partir de 1945 la orquesta empezó a ofrecer más de diez conciertos anuales. [Regresar]

4.- Plaza realiza un calculo aproximado en función de la población de Caracas hacia 1939. [Regresar]

5.- Voz que al igual que "fulano" designa a personas cuyo nombre se ignora o se calla. [Regresar]

 

Al utilizar parte de este material se agradece citar la siguiente fuente:

Plaza, Juan Bautista: Escritos Completos. Compilador y editor Felipe Sangiorgi. CDROM. Fundación Juan Bautista Plaza, Caracas, 2004

 
 
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