XII
Música subjetiva. La alegría en la música
He dicho en varias ocasiones que no se llega a gustar plenamente
la música, si antes no hemos hecho algún esfuerzo por aprender a escucharla.
El encanto, la fascinación que ejerce espontáneamente el arte en ciertas
personas de temperamento especial es un caso que ha de ser considerado
siempre como de excepción. Para la mayoría de la gente, el arte elevado
encierra, a menudo, formas de expresión que a primera vista parecen
incomprensibles, o por lo menos un tanto oscuras o misteriosas. El arte,
sin embargo, es el más directo y humano de los lenguajes. Todo lo que
hay de noble en el hombre, puede ser bellamente expresado y comunicado
por medio de ese lenguaje maravilloso. ¿Cómo es posible, entonces, que
existan tantas personas que jamás se hayan preocupado por afinar un
poco su sensibilidad, por comprender, siquiera superficialmente, lo
que los grandes artistas han puesto tanto empeño en comunicarnos? Para
llegar a esta comprensión no es preciso exigirle a la gente que estudie
todo lo relativo a las bellas artes, y mucho menos que las practiquen;
no se precisan tantos requisitos para llegar a convertirse en un sincero
amante del arte. Para amar la música, una sola condición —¡parece mentira!—,
una sola condición se necesita: saber que la música existe. Un antiguo
filósofo griego decía que basta conocer la verdad para amarla. Así pasa
también con la música: los que no la aman son únicamente los que no
la conocen. Hagamos, pues, todo lo posible por aprender a conocerla,
tanto más cuanto que este conocimiento —como todo conocimiento— se puede
lograr poco a poco, de manera insensible, a medida que vayamos adquiriendo
el hábito de oír música, mucha música (se entiende que de la buena)
y toda vez que en ello pongamos un poco de atención y de buena voluntad.
Digo estas cosas ahora, porque ya es tiempo de que empecemos
a ocuparnos de ciertas expresiones musicales de una calidad más noble
y más pura que la de las obras que he venido comentando hasta este punto.
Muy hermosas y de positivo valor artístico son casi todas las composiciones
que he presentado sucesivamente a lo largo de esta serie de lecciones.
Mas, como era lo natural —dada la índole educativa de las mismas—, empecé
por tratar aquellos aspectos menos abstractos —digamos así— que ofrece
el lenguaje de la música, esto es, aquella música, si no del todo corriente,
a lo menos de un estilo o un género de expresión fácilmente comprensible
y asimilable, estoy seguro, por la mayoría de las personas. La canción,
bajo muchos de sus numerosos aspectos, fue nuestro punto de partida,
por ser ésta, ciertamente, la más elemental, la más primitiva y común
de las formas musicales. Sobre esta base, no obstante, hemos visto cómo
algunos grandes compositores han sabido edificar construcciones sonoras,
de indudable mérito artístico. Estos ingeniosos creadores procedieron
como la abeja: de todas las flores silvestres que hallaron en su camino,
supieron muchas veces elaborar sabrosa miel.
Pasamos luego a un plano algo más elevado si se quiere.
Abandonado el fertilísimo terreno de la canción, nos dedicamos a escuchar
música que pudiéramos denominar pintoresca en términos generales. Música
también muy sencilla, muy comprensible, como aquella de carácter imitativo
que hallamos en La cajita de música, de Liadov, o en La gallina,
de Rameau; o como la de tipo descriptivo o evocativo de Bydio (La carreta), de Mussorgsky, o Los murmullos de la selva,
de Wagner, etc... Y así, poco a poco, llegamos finalmente, hasta las
más finas evocaciones, tales como la pieza Córdoba, de Albéniz,
o la exótica Laideronnette, Emperatriz de las Pagodas, de Ravel.
Puede observarse que en todas estas composiciones de estilo
más o menos pintoresco que hemos venido comentando últimamente, el compositor
ha buscado los motivos de su inspiración fuera de su propio ser, bien
sea en la naturaleza o en las cosas que lo rodean, bien en aquello que
su fantasía le hizo concebir como imagen de algún sitio remoto o algún
pintoresco espectáculo. No por ello, sin embargo, dejamos de advertir
en la mayoría de los casos el estilo o el sello personal del compositor,
y es que en el fondo, viéndolo bien, todo lo que el artista expresa
no es, en verdad, sino su propia alma, su íntimo ser, aunque aparentemente
pudiéramos creer que sólo se está él ocupando en revelarnos cosas o
hechos exteriores. Sea como fuere, lo cierto es que hay diversos motivos
de inspiración musical y que uno de los mayores atractivos que ofrece
la música, sobre todo para cierta clase de oyentes, reside en ese gran
poder evocador que tiene este arte, el más sutil de todos. A dichos
oyentes les preocupa sobremanera saber con todos sus detalles de qué
se trata concretamente cuando están escuchando tal o cual música. Así,
por ejemplo, si oyen una pieza descriptiva de un sitio o paisaje, empezarán
preguntándose: ¿Habrá allí muchos árboles... tal vez un lago... unas
colinas... un rebaño de ovejas...? Con suposiciones de esta clase, nuestro
fanático oyente terminará quizás por ver todo... y por no oír nada:
por no oír la música, que es lo primordial, lo único que debe él hacer,
si es que efectivamente tiene un temperamento sensible.
Al oír, por lo tanto, alguna evocación musical, descripción
sonora o cosa por el estilo, creo que el oyente haría bien en adoptar
una actitud semejante a la del niño que juega con sus soldados de plomo.
En la imaginación del niño, sus soldaditos corren, se persiguen y se
matan, como si fueran de carne y hueso. Él evoca así una verdadera batalla,
pero una batalla de juego, sin trascendencia alguna. Es más o menos
así como hemos de proceder al oír cierta clase de música. Suponiendo
que tuviéramos que escuchar la evocación musical de una batalla, la
de Ayacucho, por ejemplo, porque tal fuera la intención del compositor,
lo más acertado sería, pues, asistir idealmente a esa batalla, sin pensar
en que se trata precisamente de la de Ayacucho, sino de un simple juego
sonoro, el cual seguiremos con ese mismo espíritu que observamos en
el niño; sólo que en este caso, los sonidos, los ritmos, los timbres
instrumentales serán nuestros juguetes o, mejor dicho, los juguetes
con los que juega en nuestra presencia el compositor. Tan sólo oyendo
dicha música de esa manera, podremos decir que la hemos escuchado con
buenos oídos, ya que no tratamos de imaginar ninguna realidad concreta
detrás de los sonidos, sino que nos hemos dejado conducir dócilmente
por el juego mismo sonoro, tal como nos lo ofrece el artista creador.
Todo esto me ha parecido necesario decirlo porque hoy vamos
a referirnos a una música más íntima, música que expresa no cosas de
afuera, sino cosas de adentro. Hay que evitar, especialmente, al escuchar
esta clase de música, buscar en ella lo que ella no contiene. ¿Qué cosas
de adentro puede expresar la música? Más o menos todo: todo lo que forma
la gama de los sentimientos humanos; todo lo que pueda quedar encerrado
entre esos dos polos extremos que son el dolor y la alegría. En la expresión
de estos sentimientos, la música se revela y se ha revelado siempre
como un arte supremo, de suprema eficacia. La música es el arte íntimo
por excelencia y el que mejor sabe comunicarnos toda esa intimidad de
los nobles sentimientos humanos.
Hoy nos vamos a concretar a la música que, en una u otra
forma, expresa alegría, alegría pura, alegría musical.
Es este intenso sentimiento de júbilo el que hemos de experimentar;
el que ha de comunicarnos la música. Que a nadie se le ocurra, pues,
ponerse a indagar si en tal o cual pieza jubilosa de las que voy a citar,
la alegría proviene acaso de que el compositor ha tenido en mientes
traducir musicalmente en aquella obra algún hecho concreto de carácter
alegre, o cosa por el estilo. En una poesía, un cuadro, una escultura,
puede muy bien el artista, al expresar la alegría, darnos a conocer
los motivos de ésta. Un músico puro no puede hacerlo en su obra, como
tampoco podría hacerlo un arquitecto en la suya. Ambos se limitarán
a decirnos esto es alegre y podrán expresar esa alegría maravillosamente:
el uno por medio de un scherzo o un allegro de sinfonía, por ejemplo;
el otro por medio de las graciosas líneas de un edificio, alguna quinta
o residencia campestre, pongamos por caso, de alegre apariencia.
Para el oyente, pues, lo único importante es que él sepa
captar esa alegría expresada musicalmente; que sepa captarla como capta
un aparato receptor de radio una onda con la cual está en sintonía.
Es así como deben escucharse las piezas musicales a que voy a referirme.
Como número de transición entre el género de las composiciones
oídas anteriormente y las de hoy, empezaré por mencionar el Nocturno
Nº 2 para orquesta de Debussy, titulado "Fiesta". Este título nos
señala el carácter festivo de la obra, pero, aun si suprimiéramos dicho
titulo, en seguida nos daríamos cuenta al escuchar esta "Fiesta", de
que reina en toda la pieza un ambiente de intensa alegría, capaz de
contagiar al más apático de los mortales. La alegre fiesta al fin se
va extinguiendo poco a poco y todo vuelve a quedar en silencio. Hay,
pues, todavía algo o mucho si se quiere de evocación en este fascinador
nocturno de Debussy. Además, sirve de excelente comparación con las
piezas siguientes de que luego hablaré.

Claude Debussy, compositor francés
(Saint-Germain-En-Laye, 1862 - París, 1918)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
"Fiesta", Nº 2 de la serie Nocturnos para
orquesta de Claude Debussy.
Entremos ahora en el reino de la música pura —y, dentro
de este reino, en el de la pura alegría. Al decir alegría musical conviene
que nos pongamos de acuerdo acerca de la calidad de esta alegría. La
música de un fox-trot, un pasodoble o un joropo es sin duda muy alegre,
a veces tan excesivamente alegre que donde se toca o se baila esta música
se suele terminar en juerga... No quiero decir con esto que ésta sea
música exclusivamente de juerguistas, pero sí música que produce muy
buen efecto en toda fiesta o reunión donde la consigna es: alegrarse
—otra clase de alegría, desde luego—. La alegría que genera esta música
de baja calidad es más bien de orden físico, es una alegría que sólo
afecta la parte sensual del hombre; una alegría de índole más o menos
análoga a la que suscita también todo aquel que en un corrillo se pone
a contar cuentos jocosos. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver
con el arte. La alegría de que aquí nos ocupamos es únicamente la que
manifiesta o expresa el artista en sus obras de arte: su alegría íntima,
pura, incontaminada; su alegría de creador, del que crea por el placer
de crear. ¿Que no todos pueden percibir esta alegría? Lo comprendo,
es algo que hay que conquistar. Nuestro estado de ánimo habitual no
consiente la frecuentación de las puras y grandes emociones humanas.
A éstas hay que atraerlas, pues rara vez entran espontáneamente en nosotros.
Por eso es justamente por lo que el contacto con la música grande es
tan beneficioso para nuestra formación moral. A través de la música,
como por medio de un impalpable lazo de unión, pueden llegarnos las
más nobles emociones que jamás haya experimentado el hombre; penetrar
en nosotros, apoderarse de nuestra alma y así, ennoblecerla. Toda esta
música, repito, es de espíritu alegre, en el sentido elevado de la palabra.
Por parte mía, casi ni requiere comentarios especiales; mi único propósito
es crear un estado de ánimo receptivo a esa musical alegría que voy
a señalar en algunas obras.
Oigamos en primer término el allegro final de la Sinfonía
en Mi bemol, N° 39, de Mozart. No creo necesario decir nada especial
acerca de esta maravillosa composición. Muchos notarán sin duda cierto
dejo de melancolía que se infiltra en algunos momentos durante el desarrollo
musical: cosa muy típica y frecuente en este gran compositor llamado
con razón el divino Mozart.

Wolfgang Amadeus Mozart, compositor austríaco
(Salzburgo, 1756 - Viena, 1791)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
Allegro final de la Sinfonía N° 39 en Mi bemol,
de Wolfgang Amadeus Mozart.
Pasemos ahora a Beethoven. Multitud de páginas podríamos
hallar en sus obras destinadas a cantar la alegría en sus mil manifestaciones.
¿No fue él, precisamente, quien compuso toda una sinfonía inspirada
en el Himno a la Alegría del gran poeta Schiller? La pieza ilustrativa
de Beethoven, que recomiendo oír, es muy breve y pertenece también,
como la de Mozart, a una de sus sinfonías: es el scherzo de la Sinfonía
Heroica. Alegría como de triunfo esta vez, con sus toques jubilosos
de las trompas en la parte central de la obra. Scherzo significa juego
en italiano. Acordémonos, pues, muy especialmente aquí, de gozar a la
manera del niño, en medio de sus soldaditos de plomo.

Ludwig van Beethoven, compositor alemán
(Bonn, 1770 - Viena, 1827)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
Scherzo, 3º movimiento de la Sinfonía Nº 3
"Heroica", de Ludwig van Beethoven.
Y para terminar, la gozosa, la infantil alegría de Robert
Schumann, tal como nos la ofrece él en el scherzo de su célebre Quinteto
en mi bemol mayor, quinteto para cuatro instrumentos de cuerda y
piano. He aquí un verdadero modelo de puro juego musical. El compositor,
evidentemente, no hace más que divertirse aquí, haciendo escalas: mientras
unas suben, otras bajan, haciendo piruetas con los sonidos, insistiendo
en toda clase de contrastes, en fin, creando música, creándola libremente,
candorosamente, por el solo placer de crearla.
¿Puede haber una expresión de alegría más comunicativa y
cordial que la de este bellísimo scherzo de Schumann?

Robert Schumann, compositor alemán
(Sajonia, 1810 - Endenich, 1856)
Ejemplo musical:
(audio
disponible solo en la versión en CDROM)
Scherzo del Quinteto en Mi bemol mayor, opus
44, de Robert Schumann.
Notas
del Editor
Las fuentes de las diferentes citas que aparecen en este
trabajo no están indicadas en los originales.
Al utilizar parte de este material se agradece citar la
siguiente fuente:
Plaza, Juan Bautista: Escritos Completos.
Compilador y editor Felipe Sangiorgi. CDROM. Fundación Juan Bautista
Plaza, Caracas, 2004 |