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El Lenguaje de la Música
(Lecciones populares sobre música)

Juan Bautista Plaza

XLVIII
Música fúnebre. El Requiem de Mozart

La música, cuya capacidad expresiva es tan vasta y poderosa, ha sido desde los más remotos tiempos de la humanidad una de las artes que más íntimamente se han asociado a los ritos fúnebres que hallamos en casi todas las regiones o en todos los actos de carácter igualmente fúnebre. Desde las extrañas ceremonias practicadas por los pueblos primitivos hasta los solemnes actos sociales que se efectúan en nuestros días con motivo de la desaparición de algún personaje ilustre, puede decirse que siempre, en tales circunstancias, ha desempeñado la música una elevada función ritual que ningún otro arte podría realizar con tanta propiedad y eficiencia.

Bajo mil formas diferentes se nos presentan, a través de la historia, las expresiones musicales destinadas a cantar el dolor y la muerte. Las lamentaciones bíblicas, los trenos de la antigua Grecia, las elegías, las deploraciones medievales (como la que mereció, entre otros, el famoso compositor flamenco Johannes Ockeghem), eran sentidos cantos, cantos a veces profundamente tristes, nacidos ante el doloroso espectáculo de la muerte.

“El culto de los muertos es, por lo demás, un hecho tan universal en la historia de las religiones que puede ser considerado como un recuerdo de la religión primitiva, herencia de la humanidad” [1]. La Iglesia cristiana le ha concedido un lugar importante a ese culto en su liturgia. El oficio de difuntos es uno de los más antiguos de la liturgia romana. Desde el punto de vista puramente musical y poético, es éste por cierto un oficio admirable, como ha sido unánimemente reconocido tanto por los críticos como por los músicos y poetas. Desde el siglo XVI hasta nuestros días, algunas de las páginas más hermosas de los más célebres compositores han sido inspiradas en el texto del oficio de difuntos de la Iglesia. En la obra imperecedera de Tomás Luis de Victoria, el genio más alto que dio España en el siglo de oro de la polifonía sagrada, el siglo XVI, figura como una de las cumbres de su producción el Officium Defunctorum, de una expresividad dolorosa a la vez que dramática, realmente conmovedora. Es esa, sin duda, después de la admirable monodía gregoriana, la primera grand obra polifónica inspirada en el texto litúrgico de la Iglesia. De entonces acá, son muchos los compositores que, inspirándose en ese mismo texto, han escrito páginas musicales, a veces sublimes. De todos estos músicos, nos limitaremos hoy a hablar de Mozart, cuyo Requiem para coro y orquesta es, sin discusión, una de las obras maestras de todos los tiempos.

Muy conocida es la leyenda, que en este caso no es leyenda sino historia auténtica, relacionada con la composición de este Requiem. Se cuenta que, pocos meses antes de su temprana muerte, acaecida en diciembre de 1791, se le presentó a Mozart un desconocido, de aspecto sombrío, quien le entregó una carta sin firma, en la que se le pedía fijara el precio por la composición de una misa de Requiem. Se le rogaba además al compositor, en dicha carta, que terminase la obra dentro del menor plazo posible y también se le ponía la condición de que no debía hacer ningún intento por conocer al autor del pedido. Mozart aceptó la orden de aquel extraño visitante, fijó el precio de cincuenta ducados por la composición del Requiem —dinero que percibió poco tiempo después— y, tan pronto como hubo terminado la composición de su ópera La flauta mágica, puso manos a la obra. Para Mozart, aquella visita era como un presagio funesto, sintiendo ya, como sentía, los síntomas más alarmantes de la muerte que se aproximaba. “Me siento como perdido —le escribía a un amigo—, compongo con dificultad y no puedo librarme de la visión de ese hombre desconocido. Lo veo constantemente, me amenaza, me acosa, me pregunta si he terminado el Requiem. Escribo, porque el trabajo me fatiga menos que el descanso. Sin embargo, ya no tengo nada que temer. Sé, por haber sufrido tanto, que mi hora ha llegado. Muy pronto voy a morir y llegaré al final de mi existencia, sin haber conocido las alegrías de mi talento... Tengo que cerrar el libro; escribo mi canto de muerte apresurándome para no dejarlo inconcluso”. Como dice uno de sus biógrafos, “la vida de Mozart osciló desde entonces entre estos cuatro puntos: el hombre desconocido, el sufrimiento, su Requiem y la muerte...”. Con todo, el siniestro encargo de componer aquella obra, llegó demasiado tarde: Mozart no pudo concluir el Requiem, las últimas partes, tal como hoy se conocen, fueron terminadas por Süssmayer, un fiel discípulo suyo, de acuerdo con las indicaciones precisas que le había dejado. En cuanto al misterioso personaje que había encargado el Requiem y el motivo del misterio de que había sido rodeado dicho encargo, luego se supo que todo había sido obra de un tal conde de Walsegg, quien deseoso de adquirir fama de compositor, no obstante carecer totalmente de talento musical, había optado por acechar a los buenos compositores que se encontraban en malas condiciones financieras y les dirigía pedidos anónimos, aunque pagados. Luego, hacía tocar las partituras en su casa, diciendo que eran obras de él. El misterioso personaje, encargado de hacer tan sucias gestiones, era sencillamente uno de los criados del conde de Walsegg. Mozart no llegó nunca a conocer la verdad de esta historia. Para él, como dice un comentarista, “el asunto consistía en una comunicación supraterrestre con el más allá. Por lo demás, esta certidumbre le inspiró su magnífico y célebre Requiem[2].

Mozart, pues, “había comenzado de todo corazón el Requiem, por cuanto su inspiración se ha elevado y mantenido en las cumbres”. Esta, música —dice Curzon— resulta la más pura expresión del alma de Mozart, de su resignación dulce y sencilla, de su desinterés; y es infinitamente lamentable ver que esta expresión se haya interrumpido (y de una manera tan trágica) cuando apenas comenzaba a extender sus alas” [3].

De las numerosas partes de que consta el Requiem de Mozart, hemos escogido algunas de las más bellas para nuestros comentarios. Comenzaremos por el primer trozo: el Introito, que principia con las palabras “Requiem aeternam”. La traducción del texto latino es la siguiente: “Dales, Señor, el eterno descanso y alúmbreles la luz eterna”. Luego sigue el versículo de un salmo que dice: “A Ti, ¡oh Dios!, se deben cantar himnos en Sión, y se os ofrecerán votos en Jerusalén; oye mi oración; a Ti vendrá a parar todo mortal”. El trozo concluye con la repetición de la primera invocación: “Requiem aeternam”. Por lo que revela el manuscrito original de Mozart, se sabe que este primer trozo del Requiem fue íntegramente escrito por el compositor. Comienza con una doliente introducción por la orquesta, introducción bastante breve, tras la cual van entrando sucesivamente las distintas voces del coro: bajos, tenores, contraltos y, por último, sopranos. La parte central es iniciada por un solo de soprano; luego prosigue el coro hasta el fin. El tono suplicante, a la vez que la infinita resignación que se trasluce en todo este movimiento nos revelan en toda su intimidad el alma y la inspiración genial de ese prodigio que se llamó Wolfgang Amadeus Mozart.


Wolfgang Amadeus Mozart, compositor austríaco
(Salzburgo, 1756 - Viena, 1791)

Ejemplo musical:
(audio disponible solo en la versión en CDROM)
“Requiem aeternam”, Introito del Requiem, de Wolfgang Amadeus Mozart.

A continuación de este espléndido Introito, vienen el Kyrie y luego el “Dies irae”, o sea, la vigorosa secuencia medieval del siglo XIII. En esta secuencia atribuida a Tomás de Celano, que es propia de la misa de difuntos, se describe de una manera gráfica y profundamente expresiva el Juicio Final. Mozart ha dividido esta parte del texto litúrgico en seis secciones, cada una de las cuales se presenta independientemente y con un carácter expresivo propio, de acuerdo con lo que sugieren las estrofas de la composición poética. El primer trozo es el que comienza con las palabras: “Dies irae, dies illa...”: “¡Oh día de ira aquel en que el mundo será reducido a pavesas, según atestiguan David y la Sibila! ¡Cuán grande será el terror, cuando el juez venga a juzgarlo todo con rigor!”. Estas terribles palabras han sido interpretadas musicalmente por Mozart con un ímpetu, una fuerza dramática sorprendentes. Terminado este primer trozo coral, que es bastante breve, da comienzo la segunda sección de la imponente secuencia, sección que comprende cinco nuevas estrofas. Es un andante, de severa expresión, en el que no interviene el coro, sino los solistas. “Tuba mirum spargens sonum” —“La trompeta, al esparcir su atronador sonido por la región de los sepulcros, reunirá a todos ante el trono de Dios”. Una frase potente del trombón, a la cual contesta la voz del bajo, nos evoca en forma muy realista este solemne anuncio del Juicio Final. Las otras cuatro estrofas se refieren, sucesivamente, al espanto de la muerte ante la resurrección, al libro del Juez, a la aparición de Este y al desconsuelo y asombro de los pecadores; es, como se ve, una verdadera pintura del juicio Final, según la concepción medieval y en el estilo poético, tan lleno de realismo, de aquellos siglos. Los cuatro solistas, después de cantar cada uno una estrofa, se unen para cantar juntos la última de esta sección, apenas terminada la cual, inicia el coro, con vigorosa dramaticidad, el canto de la estrofa siguiente: “¡Oh Rey de terrible majestad!”, estrofa que termina en un patético tono de súplica: “Sálvame, fuente de bondad”.

Los últimos trozos de la secuencia son el “Confutatis maledictis” y el “Lacrimosa”. El primero de éstos es un trozo coral, tan enérgico y dramático como el que acabamos de comentar. “Arrojados los malditos a las llamas eternas, llámame con los elegidos”, dice el texto aquí. A este trozo le sigue el “Lacrimosa”, también cantado por el coro. Es una de las páginas más sentidas e inspiradas de la producción mozartiana y en la que puede apreciarse más claramente la calidad del sentimiento religioso que animaba el alma del gran músico salzburgués. Para interpretar mejor lo que expresa la música en este coro, conviene saber lo que dice el texto, cuya traducción literal es la siguiente:

“Oh día de lágrimas aquél en que saldrá del polvo el hombre, como reo, para ser juzgado. Ten misericordia de él, ¡oh Dios, compasivo Jesús, Señor! Dales (a las almas) el descanso eterno. Amén”.

En este doliente larghetto las frases melódicas y la armonía de todo el conjunto adquieren tal carácter de súplica y a la vez un tono de resignación tan patético, que realmente nos transporta, nos conmueve, sobre todo cuando pensamos que fue esta la última página que nos legó el genio portentoso de Mozart: su canto de muerte, como él mismo decía.


Wolfgang Amadeus Mozart, compositor austríaco
(Salzburgo, 1756 - Viena, 1791)

Ejemplo musical:
(audio disponible solo en la versión en CDROM)
“Requiem aeternam”, Introito del Requiem, de Wolfgang Amadeus Mozart.

 

Notas del Editor

Las fuentes de las diferentes citas que aparecen en este trabajo no están indicadas en los originales.

1.- Cabral: Le livre de la prière antique, pág. 454. [Regresar]

2.- Marcia Davenport: Mozart, pág. 242. [Regresar]

3.- H. de Curzon: Mozart, pág 257[Regresar]

 

Al utilizar parte de este material se agradece citar la siguiente fuente:

Plaza, Juan Bautista: Escritos Completos. Compilador y editor Felipe Sangiorgi. CDROM. Fundación Juan Bautista Plaza, Caracas, 2004

 
 
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